El pánico era reinante, el aire olía a miedo; todos buscábamos que huir
a las carreras. “El negro Tufo de la Muerte” era implacable e insaciable para
la consecución de víctimas…y nosotros, en medio de la tupida jungla, estábamos
en su camino.
Los primeros en toparse con el virus fueron un grupo de mineros, quienes
accidentalmente debieron hallarla en los socavones, y prestaron sus humanidades
como portadoras del mal, así se diseminó la extraña peste entre la población de
la aldea.
El primer síntoma de los infectados era una tenue humareda negra que
empezaban a expeler por la boca, nariz y orejas, Luego caían en un trance
demoniaco plagado de horrendas y torturantes alucinaciones, que ningún
exorcismo era capaz de aplacar. Al cabo de unas horas, el cuerpo de las
víctimas se iba hinchando y presentaba enormes manchas moradas, a la vez que de
sus entrañas empezaba a fluir por la boca una masa negra oleaginosa, que se
pegoteaba tercamente entre el paladar, lengua y dientes. Todo culminaba con la
expulsión de un vomito liquido negro, con tanta presión, que el haz del vomito
alcanzaba entre tres y cuatro metros. Luego de ello, los cuerpos quedaban
vacíos, como bolsas descargadas de su contenido. Las pieles que quedaba de
estos cuerpos no eran devoradas por ningún carroñero ni alimaña, solo iban
resecándose mientras despedían una infecciosa y reptante neblina oscura; esta
era la vía de contagio.
Entre la oscuridad, la gente espantada huía en todas direcciones
llevando con ellas solo las provisiones que encontraban a mano. Yo apenas
conseguí echarme dos bananos en los bolsillos y aupar a mi espalda a mi anciana
madre, quien padece de demencia senil provocada por el Alzheimer, pero ella es
lo más preciado que tengo, así es que no dudé un instante en sacarla de allí,
aunque tuve que atarla a mi cintura. Lógicamente esto dificultaba nuestra huida
y retrasaba mi paso para seguir al grupo que elegí de compañía. La primera meta
era alcanzar las montañas. A cada minuto mi lentitud iba dejándonos más
rezagados. Por momentos sacaba fuerzas de flaqueza y corría tras el grupo, pero
cuando los alcanzaba, llegaba tan extenuado, que mientras recuperaba fuerzas,
nuevamente quedábamos rezagados; así una y otra vez, hasta que los perdimos de
vista.
Solos, entre los vericuetos de los caminos hacia las montañas, nos
topamos con una lluvia torrencial, estábamos empapados, y yo, impregnado de
fango hasta más arriba de las rodillas. El avanzar con mi madre a cuestas sobre
la superficie resbalosa era realmente una tortura, pero debía continuar. El
Tufo de la muerte negra nos perseguía con sus lenguas de oscura y letal
humareda.
No sé cómo llegamos a este lugar, pero una riada se interponía entre
nuestra línea de escape y la tóxica humareda que nos perseguía. Alguien debió
estar antes aquí, en nuestra misma situación, pues había una larga liana atada
a un árbol de este lado, y el otro extremo flotaba en las aguas turbulentas del
crecido río. Si lograba alcanzarla, podría cruzar a nado, atarla en un árbol al
otro lado, regresar por mi madre, auparla a mis espaldas, y así, juntos,
podríamos remontar las aguas. Rápidamente me despojé de mis ropas y me zambullí
en el río buscando alcanzar el extremo suelto de la liana. Vaya que era todo un
reto; en este punto las aguas estaban extremadamente agitadas. Largo rato
estuve lidiando con la corriente del agua, hasta que hice un movimiento de
cabeza para ver si mi madre continuaba en una situación segura. Eso bastó para
que perdiera el punto de equilibrio y ser arrastrado río abajo. La fuerza del
agua me tiraba dando tumbos y volatines, estaba a punto de ahogarme, cuando la
misma fuerza de la corriente me arrojó de espaldas contra la pedregosa orilla,
entonces pude asirme de una roca saliente. Tenía todo el cuerpo magullado y
cubierto de arañazos…pero estaba vivo y consciente. No sé cuánto tiempo estuve
así, pero en cuanto recobré el aliento me encaramé en la roca y fui
arrastrándome alejándome de la orilla del río.
Lo primero que me vino a la mente fue ¡¡Mi madre!! Entonces emprendí una
loca carrera río arriba. Era cuestión de vida o muerte para mi madre, no debía
detenerme, pero desconocía donde la deje. La jungla es jungla por donde se le
mire. Resultaba casi imposible hallar un indicio para localizarla. Al amanecer
pude distinguir al otro lado del río, el árbol con la liana atada que hallara
en la noche.
Actuando con una decisión muy poco razonable. Tomé carrera y me impulsé
de un salto lo más que pude, zambulléndome nuevamente en el río; desesperado di
unas brazadas, y pude asirme a la liana flotante. Las caudalosas aguas
amenazaban con arrastrarme, mas, yo seguía firme, sin soltarme. Poco a poco fui
recorriendo toda la extensión de la liana hasta que conseguí llegar a la
orilla.
Lamentablemente…todo había resultado tardío. Los restos de mi venerada
madre apenas si eran un amasijo de huesos cubiertos por piel desinflada
expeliendo un humo negruzco por la boca, nariz y orejas. Tomé entre mis manos
sus restos, y lloré abrazándola con devoción, sin importarme el humo tóxico que
fluía de sus entrañas e iba contaminando rápidamente mi organismo.
Ya no tenía sentido buscar que proteger mi existencia…


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