sábado, 11 de junio de 2022

LIBELULA SIN VIENTO.




Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía.


  (Derechos de autor, protegidos)



El bullicio era ensordecedor; todos se movían de aquí para allá vociferando e intentando inútilmente hacer prevalecer su verbo entre el generalizado griterío. El grupo de mujeres, todas desnudas, era mercancía recién llegada desde los lugares de donde seguramente fueron arrebatadas con suma violencia. Entre ellas, las había de diversas razas, colores de piel y diferentes edades. Las que despertaban más interés eran las mujeres jóvenes. Su juventud las hacia codiciadas como objetos de placer; las más viejas se venderían como servidumbre. También las había niñas, y quien las comprara podría despojarlas de su infantil inocencia a como se le viniera en gana.

Todas las mujeres tenían atadas las manos y correas en sus cuellos. De estos collarines todas terminaban anudadas a una larga cuerda en común.

Definitivamente muy pocos de los presentes tenían posibilidades adquisitivas como para llevarse a casa a alguna de las presas, sin embargo, alardeaban y fanfarroneaban a gritos, aunque resultaba imposible reconocer palabra alguna en medio del bullicio.

Repentinamente el griterío se apagó, y el silencio se adueñó del lugar. La multitud abrió camino en actitud sumisa dando paso a un anda cargada por ocho hombres de colosal corpulencia. En la cúspide hallábase sentado un anciano de aspecto dominante y rostro endurecido no solo por el paso del tiempo, sino también, por -sabe Dios- que vicisitudes extremas…

Al llegar frente al grupo de las mujeres en venta, a unos pocos metros, el anda se detuvo, y con suma delicadeza, los colosales portadores depositaron su carga al piso. Tras de ella, ahora podía verse a una legión de intimidantes guerreros armados con lanzas y espadas.

La muchedumbre, antes bulliciosa, ahora permanecía en silencio, atenta a cada movimiento, a cada ademán del anciano recién llegado.

- ¡Pónganlas en fila! Ordenó el anciano.

Con energía, pero siempre en silencio, los que debían ser los mercaderes, se apresuraron en jalonear y disponer a las mujeres en una fila uniforme frente al sillón que ocupaba el anciano.

Con evidente morbosidad el anciano fue analizando exhaustivamente a cada una. Por momentos detenía el paneo de su mirada, y con un ademán de manos indicaba que hicieran girar y poner de espaldas a algunas que parecían interesarle… Y así continuó…

De pronto el recorrido de su mirada se detuvo; sus ojos se abrieron desmesuradamente. Su rostro, cuello y torso se adelantaron. Una niña de cabellos dorados y piel azulina coparon por completo su atención. Era notorio que la niña frente a sí lo había embelesado.

- ¿De quién es, y cuanto pide por ella? Pregunto…

Abriéndose paso, un hombre se adelanto haciendo venias de sumisión – Es mía, Señor… Y pido veinte monedas de oro por ella. –

-Maldito carroñero. Pides una fortuna por algo que sólo te costó arrebatarlo… Pero yo digo que lo vale.

Una a una fue arrojando las veinte monedas al piso, mientras el mercader invadido de codicia se apresuraba en recogerlas.

 - ¡Sacristán! -  Grito el anciano…

Presuroso se hincó ante el anciano un lacayo, el cual a simple vista podía distinguirse que no era un guerrero, era sólo un sirviente.

-Lleva a la niña a la torre del minarete, y enciérrate bajo llave con ella. Cuida que nadie la toque. Ya regresaré yo por ella. Si alguien le llegara siquiera a rozar un cabello, tú me lo pagarás con tu miserable vida.

Día a día Sacristán se limitaba a observarla y proveerle de agua y pan a la angelical niña de cabellos amarillos y piel azul. Así transcurrió el verano, dando paso a los días más frescos y helados...

-Tengo frío…- Exclamó la niña.

No habiendo en el recinto nada adecuado para la situación, Sacristán optó por cubrir con la tibieza de su propia humanidad el cuerpecillo de la niña. Esa cercanía propició que el lacayo empezara a acariciarla con devoción. Primero sus dorados cabellos; luego su rostro…sus hombros…sus pechos…

¿En qué momento Sacristán sucumbió a la tentación de la carne? ¿Cuándo su cordura se hizo presa del pecado?

Al amanecer la niña despertó con frío. Sacristán no estaba a su lado. Se irguió un poco buscando a su carcelero. Sacristán yacía ahorcado colgando de la viga principal de la habitación.

La niña corrió hacia el cuerpo colgante con intenciones de desprenderlo, mas ya todo era inútil. Arrodillada se abrazó a las piernas del cadáver y lloró desconsolada. Besó sus helados pies desnudos, extrajo las llaves de su cinto y abrió la puerta de la torre.

Afuera todo estaba cubierto por un manto de nieve…No hubo testigos de cómo una dulce niña de cabellos dorados y desnuda piel azulina se fue sollozando rumbo hacia el oeste.




(Pieza única. Año 2014. Medidas: 80 X 53 cms. Precio $.600 dólares americanos)


19 comentarios:

  1. Deleité el relato.
    Shalom desde Israel, amigazo

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  2. La esclavitud interesante cuanto tiempo ha pasado y aún no hemos superado ese tema que por desgracia a ligado también a la lujuria de un mercado vigente t como es qué siempre caemos en la tentación gracias por rana revelador escrito amigo

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    1. Así es hermano, la esclavitud varia su forma y contexto, mas siempre se mantiene.

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  3. ¡Genial, como es costumbre, Oswaldo!

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    1. Muchas gracias. Me encantaría saber tu nombre. si pudieras ponerlo al inicio o al final de tu próximo comentario, sería genial.

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  4. Impresionante Oswaldo! Y tan triste, la temática con otras características sigue existiendo. Gracias por compartir tu arte!✨🖐️

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  5. Excelente historia. Un cuadro bastante impactante de la libertad y de su costo.

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  6. ¡Wow! Una historia tan bien contada que estremece, sonora, visual, sensitiva, te atrapa de principio a fin, de las que te encogen el alma.
    Un saludo, Oswaldo.

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  7. Una niña, viviendo en cautiverio prolongado. Su fragil cuerpo fue tentación. Para el Sacristán que se ahorco. Cuanto costó la libertad de la niña y el sentido de culpa del Sacristán, luchaba con su pedofilia. Conmovedora ,historia .

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  8. Saludos cordiales querido poèta filósofo, compositor y artista plástico Oswaldo Mejía. Un abrazo a la distancia.

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