La
incapacidad de sentir “amor de pareja” fue otra secuela que me dejó la temprana
muerte por suicidio de mi hermano Carlos Miguel, pasé mi juventud,
imposibilitado de enamorarme. Mi alma siempre se vio alertada por una voz
interior persistente que me repetía “Las mujeres hacen daño y si te enamoras
pueden hacer que te suicides por ellas”.
Claro
que los dictados de nuestras hormonas son imperativos y mi humanidad no sería
una excepción de la regla. A pesar de mi temor fóbico a enamorarme, sí sentía
una profunda atracción física por las mujeres, pero desde una marcada posición
defensiva “Ve con ellas, busca su piel, pero sólo eso o te harán daño”.
Yo
había cumplido quince años cuando en casa empezaron a realizar unas
reparaciones en mi dormitorio, y por tanto habían instalado momentáneamente mi
cama en una habitación que servía de almacén de insumos para un centro de
enseñanza de repostería que funcionó en nuestra vivienda por un tiempo, y que
mi madre administraba y dirigía. Fue por ello que llegó a casa una señora de
veinte y seis años a fin de ayudar a mi madre con sus quehaceres. La joven
señora, a quien llamaré “Bremer”, era una voluptuosa mujer de piel muy blanca y
unas piernas divinas que apenas si las cubrían las diminutas y ajustadas
minifaldas que solía usar.
Una
tarde en que me hallaba durmiendo la siesta fui despertado por el ruido que
hicieron sus tacones al andar. Medio somnoliento, la vi recostada sobre una
enorme mesa que se hallaba justamente frente a mí, con el torso apoyado sobre
el tablero tratando de coger insumos que no estaban muy al alcance de su mano;
esta posición dejaba expuestos ante mis ojos sus hermosos muslos y parte de sus
nalgas al descubierto.
Estuvo
largo rato moviendo de lugar bolsas y cajitas mientras yo seguía muy concentrado
en los movimientos ondulantes cual danza ritual erótica que sus piernas y
nalgas ejecutaban. Una vez conseguido lo que necesitaba, se irguió, se fue y yo
me quedé con el regalo del recuerdo de aquella deliciosa visión.
Para mi
sorpresa, al día siguiente, como si se tratara de un guion, la escena volvió a
repetirse. El ruido de los tacones anunciándome que el espectáculo estaba por
comenzar: La faena de buscar, ordenar y rebuscar objetos, por parte de Bremer,
siempre tendida sobre la mesa y el seductor bamboleo de su magnífica anatomía
para mi deleite visual. Ello se convirtió una cita no pactada con palabras a la
que ambos asistíamos todas las tardes, yo como único espectador y Bremer como
la única protagonista de la obra. Con mis quince años, aún era casto y lo que
me estaba ocurriendo eran experiencias completamente desconocidas.
Cada
día al oscurecer, salía de casa rumbo a la escuela nocturna que también era
parte de esa vorágine de vida con el acelerador a fondo en la que estaba
sumergiéndome, Era poco el tiempo que dedicaba a mis estudios. Pasaba más
tiempo tocando la guitarra, inhalando bencina, fumando marihuana, bebiendo
jarabes para los bronquios que contenían alcaloides e ingiriendo barbitúricos
con los amigos… Afortunadamente, era un joven que captaba rápidamente todo lo
que escuchaba y veía, por lo cual no requería de mayor tiempo para estudiar, ni
siquiera necesitaba releer los libros. En esos días mi obsesión eran las
piernas de Bremer, pero me sentía incapaz de hablarle del asunto. Aunque yo era
grande de estatura, en realidad era casi un niño, y veía a Bremer como a una
señora a quien ni por asomo debía faltarle el respeto.
Recuerdo
claramente aquel día que fuimos a la playa con mis padres y Bremer, en un
microbús propiedad de mi padre. Habíamos jugado largo rato en el mar. Agotado
regresé al vehículo para recostarme en uno de los asientos. Estaba allí, muy
relajado, cuando veo a Bremer entrar al carro enfundada en su ropa de baño. Se
arrodilló sobre la butaca que estaba frente a mí y dándome la espalda comenzó a
buscar alguna cosa, exponiéndome su glorioso trasero. Armado de valor y guiado
por la ansiedad, atiné a balbucear:
*-Bremer,
no te pongas así.
- ¿Por
qué? ¿Qué me vas a hacer? No eres más que un chiquillo- replicó sin inmutarse, cogió
algo, me guiñó un ojo y se fue meneando las caderas.
Me
quedé rumiando mi cólera, reprochándome por no haber sabido seguirle la
conversación. Estaba ensimismado en mi frustración cuando ella volvió a
aparecer trayendo una botella y un vaso lleno de bebida gaseosa. Se sentó a mi
lado y me invitó a beber del vaso, pero me dijo que no tragara el líquido, que
lo mantuviera en mi boca y a continuación me besó en los labios, y poco a poco
fue bebiendo el líquido que yo tenía retenido en mi cavidad bucal. Continuamos
besándonos
apasionadamente
mientras mis manos recorrían y hurgaban todo lo que podía tocar de su piel.
Estaba henchido de euforia. Antes de retornar a casa, se sentó junto a mí en el
compartimiento destinado para la rueda de repuesto y equipales para iniciarme
en la vida sexual, brindándome placer manual. De allí en adelante me supe un
hombre, y aunque mi iniciación no había sido completada, había gozado de lo que
la piel de una mujer-hembra es capaz de prodigarnos a los varones.
Excelente !!!
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarSuper.
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